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martes, 6 de junio de 2017

Recursos de escritor...

                   



         He puesto entre comillas el adjetivo sustantivado “contentos” para despersonalizarlo. No me refiero a las personas contentas. O seres humanos, para respetar el género gramatical. Por cierto, género gramáticas no es igual a sexo. Pero vayamos al asunto. En la vida hay contentos, no hay felicidad. La felicidad es una quimera muy perversa. Implica un estado permanente. Y eso no puede ser. Lo grato es transitorio, momentáneo en cierta extensión. Pero siempre finito. En los cuentos de hadas de mi tiempo, o tebeos para niñas, sí se daba la felicidad, y se acompañaba con el estofado de perdices, creo. Pero no, al príncipe azul le sale barba y eructa, amén de otras cosas que no transcribo. Y a ella, la damisela, también le ocurren otras cosas de las que no menciono ni el principio. Supongo que galantería machista, qué le vamos a hacer.
         Lo que existe sí que son los sucesos que traen contento. Decía Li po, en lo único que recuerdo de su lectura, que el mejor contento es estar contento de estar contento. Es decir, alienar el contento de aquello que creemos que lo produce. Una vez generado, tenemos que olvidarnos de la causa y alimentar el contento del mismo estar contento. No es fácil. Y, sospecho, de haber técnicas para lograr ese contento autónomo, ya dejaría a mí de encantarme la cosa. Pero, eso sí, hay que buscar cosas nuevas que te traigan contento.
         El contento no es sentirse orgulloso, o triunfador. El contento mejor es íntimo o mínimamente compartido. Desde luego, no es espectacular. Nada espectacular. Tampoco es clandestino. El contento busca cierto tipo de ocasiones. Y no concibe la continuidad, o casi no la percibe. No es como la felicidad, que no es una utopía siquiera. Es una extrapolación del contento. Un alargamiento teórico que sólo conduce al desengaño. Aunque no está mal llegar al desengaño. El desengaño nos hace madurar, crecer, acercarnos a nosotros mismos. Sin desengaños seguimos siendo adolescentes, peterpanes sin volar por lo menos. Quizá sea ése el objetivo del concepto teórico llamado felicidad.
         No seamos desagradecidos cuando el contento coge el portante y se va. Ya volverá. Y debemos estar preparados. Preparados y buscando, aunque no mucho, el siguiente contento.
         Eso, y que no se decide a llover aún, en esta tarde del Pilar cuando ya ha llovido en toda España, país que decimos ahora.










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lunes, 27 de marzo de 2017

Con Pessoa, en las calles lisboetas


En el Museo  Gulbenkian
Foto de AGB


Recientemente, he vuelto a ir a Lisboa. Y me he hecho por enésima vez la foto, sentado con la efigie de Fernando Pessoa. Y he vuelto, como siempre, a recordar la Cartas de Amor, poema que nunca olvidaré. Aquí está el poema (fragmentado) del Maestro, y mi homenaje.

 Todas las cartas de amor
Son ridículas.

 No serían cartas de amor
si no fuesen ridículas.

 Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser ridículas.

 Yo también escribí en mi tiempo
cartas de amor, como todas, ridículas.

Ay, quién me devolviera a mí
aquel tiempo en que escribía sin darme cuenta
cartas de amor ridículas.

Pero, al final, únicamente las criaturas
que nunca escribieron cartas de amor
son las que son ridículas. 



Casi todos, alguna vez,
aquellos días en que fuimos jóvenes,
escribimos y recibimos cartas de amor,
siempre ridículas.

Y también alguna vez,
acaso poco a poco,
dejamos, casi todos,
de escribir y recibir cartas de amor,
como todas, ridículas.

Y todos, casi siempre,
fuimos guardando al fin
aquellas cartas de amor,
que nacieron ridículas.

No es lo mismo
escribir que recibir
cartas de amor ridículas.

Nos hicimos mayores,
Y nos pasó el tiempo
de las cartas de amor ridículas.

Pero nunca es tarde, sabedlo,
para escribir, a mano siempre,
cartas de amor inocentes,
sinceramente ridículas.

Ya quisiera yo volver al tiempo
en que escribía con furor
cartas de amor ridículas.
Sin saber que nadie nunca
podía pensar de ellas
que eran cartas ridículas.
Y lamento haber pasado a ser,
verdaderamente, gente de ésa que,
-nos dice Pessoa-.






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jueves, 16 de febrero de 2017

Recursos de escritor

Bougereau. La Inspiración.


 A mí, eso de que “si viene la musa, que te pille trabajando”, me pareció siempre de un ingenio de receta, poco creativo. Yo siempre supe que lo que escribía lo debía en la mayoría de los casos a mi esfuerzo redactor, basado en la memoria, la ocurrencia, el ingenio, el plagio (sí, el plagio, qué pasa), la escritura mecánica o la metáfora cazada al vuelo. La metáfora se caza al vuelo. No es como las moscas, que se cazan cuando están posadas. Las metáforas mejores son las que vienen a dejarse cazar, no las que llevan radar como los murciélagos, que esquivan todos los manotazos que les lanzamos. Así que si la musa no quiere venir o llega tarde, ya sabe que estaré refocilándome con alguna de sus hermanas bastardas. Avisada está, y ya sabe que no escucharé sus llantos, siempre con letras de bolero, a base de ingratos y perjuros. Por cierto, el nivel verdadero de mi condición de escritor es el de letrista de boleros. Pero no he tenido oportunidad de hacer de tal. El mundo es “ansí”, en otra reencarnación será.
Escribo cuando me da la gana, y en mi gana mando yo, ni siquiera la gana misma. No me ha dado pavor nunca el folio en blanco. Por cierto, a ver si vamos dejando tópicos de la era de papel, y vamos diciendo pantalla en blanco, que todos escribimos a ordenador. ¿O no? Yo tardé dos años en seguir escribiendo la forma verso a mano sobre papel, hasta que me rendí. La prosa la tecleé enseguida en pantalla, obviando el soporte papel. Y eso no quita que escribir con una buena estilográfica sobre buen papel siga siendo uno de mis mayores placeres. Lo cortés, no quita lo hernan.
Por eso, escribo si quiero y si no quiero no escribo. Es fácil de entender. Por eso tengo ordenador en mi residencia habitual y en la casa de la playa. Y aún tengo otro portátil para los viajes. Tuve uno chico, para irme a escribir a la cafetería, pero lo regalé. Cayó en desuso notorio, y lo evacué con todos los honores. En las cafeterías prefiero llevarme un libro de poemas, y descifrar los mensajes del poeta. Como quien hace crucigramas o así. Los poetas nunca escriben claro, ni cuando escriben claro siquiera. Descifrarlos lleva tiempo. Y ocupar tiempo es lo que busco en las cafeterías. Lo que se me ocurre, lo anoto con lápiz en los márgenes, y me creo a mí mismo como muy importante. A veces luego escribo lo que he lucubrado mientras escribía en los citados márgenes, y digo que es una crítica al libro.
La musa fue un invento romántico, que sacaron para contraponerla al escribir según reglas y mandatos académicos, que obligaban a los neoclásicos. A las musas les daba mucho asco acudir a las buhardillas putrefactas de los poetas románticos, que ni se duchaban, ni nada. Por eso, cuando llegaron los modernistas, que también funcionaban con musas, se pusieron muy contentas. Los modernistas, la mayorías, vestían bien y habitaban palacios de organdí (que no sé qué es), y jardines de reseda (que tampoco sé lo que es). Hoy, creo que sufren más con la descreencia de los postmodernos, que con los efluvios de tigre de aquellos románticos de buhardilla desahuciada. Salud.


lunes, 10 de octubre de 2016

Muerte de Atila







 Los hipertensos siempre hemos sangrado por la nariz. Sobre todo en el cambio de estaciones. Mayormente en otoño; menos en primavera. Era como una maldición, llegados los cambios de tiempo. La versión más temprana que hay sobre la muerte de Atila, el Rey de los Hunos, el Azote de Dios, amén de otras lindezas de apelativos por los que se le conoce, dice que murió por una hemorragia nasal incontenida, pues dormía, la noche de una de sus bodas. Borracho, se durmió boca arriba y se ahogó en su propia sangre. No murió por la espada, ni siquiera por el puñal de su última esposa, según versión apócrifa que no considero. Se casaba con la princesa goda Ildico. La ingesta de alcohol aumenta la tensión, es claro.
  Muerte poco gloriosa tuvo, ciertamente. Si hubiera hecho como Viriato, casi cuatro siglos antes, hubiera sobrevivido al connubio que le costó la vida. Viriato, asistente al convite que ofrecía su suegro, permaneció en pie y solitario durante todo el festejo, y al considerar acabado éste, cogió a la novia y se fue. Marchó absolutamente sobrio. Atila, no. Peor fue para él. La sangre le debía bailar en todas las venas, y en alguno de los vaivenes, la presión pudo con la feble maraña arterial de la pituitaria. La sangre le encharcó todo el sistema respiratorio, y, digo yo, creería que roncaba mientras concluía existencia.
  Dos años antes, Aecio, al frente de romanos, visigodos y alanos, le había vencido en los Campos Catalaúnicos, cerca de Chalons, a mitad de camino entreParís y Luxemburgo. Y un año antes, tras entrevistarse con el Papa León I, decidió no saquear Roma. La entrevista es uno de los enigmas más oscuros de la Historia. Cuando murió el calendario dice que era el año 453 después de Cristo.
  Los que enterraron al Gran Huno fueron ejecutados para que no desvelaran el lugar de enterramiento. Ignoro si se ha descubierto ya, pero su féretro no dejará lugar a dudas: era de hierro, plata y oro, tres capas.
  Una de las curas de la hipertensión era la de hacerse sangrías, en las veces y cuándos pertinentes. Pero se ve que era el caso. Aquel año, los visigodos decidieron instalar su capital en Toledo, haciéndose –o comenzando a hacerse- hispanos. O sea que coinciden la muerte de Atila y la hispanización definitiva de los visigodos.
  Atila, de no morir entonces, se hubiera romanizado un tantico, y hubiera sido como los godos, más o menos. Claro, su romanización hubiese supuesto cierto grado de “hunización” de Roma, porque nada es gratis, ni absoluto.
 La hipertensión salvó a Occidente. O impidió un mayor grado de mestizaje oriente-occidente, según se mire. Un año después moría Aecio, ya diremos cómo. Saludos. 
© Santiago Delgado 


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Publicado 28th September 2011




martes, 20 de septiembre de 2016

La Antorcha de la Fábrica (Escombreras)


        
         La fábrica era la Refinería de Petróleos de Escombreras. Y la antorcha, el tubo vertical de más de cincuenta metros de alto que expulsaba por su boca superior una llamarada perenne, durante todo el día y toda la noche... salvo cuando, como decíamos todos: "Es que están limpiando las tuberías...".
         Durante todo el periodo de luz solar de la jornada, la antorcha pasaba desapercibida. Era verano siempre que yo estaba allí, y dicho lapso de tiempo era largo. Pero a la noche, la antorcha era entonces la Antorcha. Poco a poco su luminaria, allá en lo alto, marcaba referencia a la vista en el cielo de todo el Poblado. El Poblado era la villa de nueva creación que la empresa (REPESA) había levantado para los obreros, a finales de los 50. El nombre completo, para poner en los sobres de las cartas postales era: Poblado de la Refinería, Valle de Escombreras,Cartagena. Y sí, la llama, tumbada más o menos según el viento, ponía un punto rojo naranjado en los ojos de todos. Nadie podía dejar de mirar algún tiempo, segundos acaso, todos los días, a la Antorcha.
         Yo recuerdo mis primeros insomnios, mirando el resplandor, que a través de la ventana semiabierta, arrojaba la vibrante luz de la Antorcha sobre la ventana de mi cuarto. Aquello tenía, a la distancia que separaba Poblado de Refinería, una luminaria naranja. La ventana dejaba, en su mitad inferior, el hueco vano de la oscilante luz. Y en el superior, las bandas horizontales de la persiana -separadas por el grosor de medio dedo o menos, y unidas por dos férreas piececitas dobles, una a cada lado- subían y bajaban al compás que el viento ponía en la flamarada incesante de la Refinería. Yo veía bailar la proyección de marco y persiana que la Antorcha cineaba en la pared que, por enfrente de mi almohada, cerraba el dormitorio de los hermanos. Y jugaba a desrelativizar los movimientos, y pensar que como en un insonoro terremoto, la casa bailaba frenética, mientras que era la llama quien permanecía estática. No recuerdo haberlo conseguido. En Agadir, Marruecos, habían sufrido un terremoto alguno de aquellos años, y yo pensaba que acaso en la tierra mía, los terremotos fuesen más discretos y piadosos, comportándose como en juego.
         Yo me dormía con el naranja del resplandor antorchero en los ojos, supongo que a altas horas de la noche. Era tiempo de vacaciones, y no importaba abandonar el lecho tarde, hasta cuando llegaba la hora de levantar las camas, dejarlas airearse y reponerlas luego sobre los colchones, justo antes de tener que hacer la comida.
         Y el resplandor de vez en cuando acrecentaba su luminosidad, y de vez en cuando también, la decrecía. Y también el viento que movía el fuego sin quemarse, trasladaba de una noche a otra la pantalla de aquel cine mudo hasta el vano de la puerta, o hasta la esquina interior del cuarto, quebrándose entonces la proyección como en un cuadro de Dalí, los relojes blandos del surrealismo ingenuo de aquel tiempo.
         Si no visteis el resplandor de la Antorcha en las paredes del cuarto donde yo dormía, no podéis saber, creedme, de qué color estoy hablando. Porque no era el naranja de los cítricos huertanos, ni el ámbar del oriente. Era una mezcla de ambos, impregnada del misterio dulce de la infancia última, a pique ser adolescencia. Laus Deo.












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lunes, 25 de julio de 2016

Rima para un paisaje de invierno



Para Paco López Bermúdez,                                                     
     sabio de paisajes.



 Cruzamos el río Alárabe
por lo hondo del barranco.
Más allá, otra vez por lo alto,
campos de almendros
y quebradas de olivares…

  Caía la niebla a plomo.
sobre los mojados yermos.
Había llovido la noche antes.
Los ondulados oteros,
caricias eran del paisaje.

  Al pie de la sierra,
silueta de Historia y Arte,
Moratalla surgía,
a salvo de la niebla
-¡oh, memoria de la imagen!-
como un incendio de luz,
ante un fondo
celeste de algodón nuboso
pleno de hermosura y donaire.
                      Granja del Cortijo de Rojas
                                25-12-09

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jueves, 21 de julio de 2016

Álamos de Blanca





Limonea el otoño
las verdes monedas
de los álamos del río.

El agua discurre o susurra,
mañana del domingo.

De la mano pasean,
-Alameda de Blanca-
el día nublado y su novia de frío.

(no se gasta la hermosura de un paisaje
porque lo miremos;
se muere cuando la damos al olvido)

¡Ay, Alameda del Río,
más allá de mis cenizas
quiero que llegue, de ti
este grato recuerdo mío!

Por eso lo memoro
a solas, y le hago verso
antiguo que rimo,
para que pueda
-tras vencer al tiempo-
alcanzar algunos ojos, 
otros que los míos.

                     

  Santiago Delgado
 13-12-09




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miércoles, 20 de julio de 2016

Poema del saber y el No Saber



Antes, me indolía no saber.
O me dolía poco.
Me sigue doliendo ahora,
pero en distinta forma 
y todo cuanto ignoro
se me agolpa en el costado,
como a un cristo el certero lanzazo
de un Longinos piadoso
que atajo nos muestra
en el rumbo hacia la muerte.

Todo saber nos acerca a la muerte,
que es el saber extremo.
La ignorancia nos aproxima al no ser,
ni siquiera a la nada.
Hemos de andar la jornada
a golpe de paso vivo...


El Dios que imaginan creyentes
parece saberlo todo.
Saber todo debe abocar a un tedio cósmico.
Saber que hay cosas, en infinito número,
que no sabes, te llena de ubérrimas ganas.
Eso es vivir. Llenar la vida de conocimiento,
hasta que llegue el final.

No el ignorar, sino lo contrario: saber que no sabes,
tener conciencia permanente de tu ignorancia…
¡ésa es la llama que nos alienta!
Quien no la siente,
quien no se quema con ella, apenas vive,
pues ignora el mundo que lo contiene.
Quien se conforma con la frontera
entre lo que sabe y lo que ignora,
y no viola continuamente esa linde,
muerto es de la verdadera vida,
zombi autoignorado,
apenas sobresalido del resto de semovientes 
o materia orgánica que sólo crece
y nada siente ni padece.

Me duele mi ignorancia,
digo, y no me curo de tal dolor.
Vivo mientras consciente soy
de la magnitud de lo que ignoro.
Y, aunque más se agrande
mi ignorancia cuanto más aprenda,
no pasa día en el que anote
un renglón más en el viejo cuaderno
de lo que he aprendido,
Y que un día me regalaron
mis padres, mis maestros, mis amigos 
Y mi curiosidad de ser humano,
consciente, imperfecto y mortal


 Santiago Delgado



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